viernes, 16 de mayo de 2008

CUIDADO CON LO QUE PIDES

Afuera caían los primeros copos de nieve y, ayudadas por el sibilante viento, unas ramas de cercano árbol golpeaban los ventanales de la abandonada y deteriorada cabaña. Dentro, con la respiración entrecortada, descansaba una preciosa mujer, en cuyo semblante se notaba que pronto dejaría el mundo de los vivos, para sumirse en las grutas de lo desconocido.

Damián, mientras contemplaba el cuerpo de su mujer entre las sábanas del improvisado lecho, recordaba los acontecimientos recientes y terriblemente impactantes. Leonela había mal sobrevivido a un fortuito accidente carretero, que mutilaron sus órganos internos, los que estoicamente en el coma profundo, soportaban ya tres duros y dolorosos días de agonía.

-No hay nada que hacer, sólo nos queda esperar la hora en que su esposa parta hacia su destino último e ineludible; la ciencia hasta aquí puede llegar-. Sentenció el médico de la comarca más cercana, que se encontraba a cinco leguas distante del lugar, prometiendo además el regresar en las primeras horas del alba.

Damián no cesaba de culparse por lo sucedido. Él conducía el vehículo que condenó definitivamente a Leonela y, del cual, él resultó ileso. Durante tres noches de vigilia había pedido a Dios que cambiara su vida por la de ella. Su impotencia, inclusive, había hecho que maldijese al Creador. Más en los cielos, parecía que existía sordera general.

El hombre estaba perdiendo la razón, hasta el punto que invocó al espíritu maligno para que cambiara su vida por la de Leonela. Y como nadie le advirtió que se debe tener cuidado con lo que se desea porque puede cumplirse, muy cerca de la medianoche, Leonela abrió los ojos.

La alegría del hombre fue considerable, abrazó y besó a la mujer con infinito amor; mientras afuera, las carreteras y toda comunicación con el resto de la civilización, era aislada por la nieve. La cabaña estaba asediada, en decenas y centenas de metros por todos sus flancos, con una blanca mortaja de frío y soledad.

Leonela lo miró con ese par de cuencas sin brillo alguno, rodeado de profundas y marcadas ojeras oscuras. Pues, detrás de ellos, el cerebro parecía estar inerte. Se deshizo del abrazo que Damián prodigaba solícito y, más que caminar, arrastró sus pasos hacia los sucios ventanales. Allí se quedó inmóvil por horas, parada como una pétrea escultura enfundada en blanquecina bata, tan inmóvil, tan sin vida…

Damián, por más que quiso obtener respuesta a sus impacientes cuestionamientos, tan solo obtuvo un mutismo absoluto. Los labios de Leonela no se abrían para nada. Finalmente posó las manos sobre los hombros de esa efigie y un temblor recorrió toda la longitud de su espinazo. Damián la soltó asustado; Leonela estaba fría, con la frigidez de la mismísima nieve que caía en el exterior.

Pasaron otros tres días, en los que Leonela, cual enjaulado león, sólo atinaba a deambular la habitación. No había modo de salir, los caminos estaban bloqueados. El médico nunca pudo llegar a la cita con su paciente para emitir el certificado de defunción. En esos tres días desde que Leonela había despertado, se había propagado dentro de la cabaña un peculiar y rancio aroma.

Sentado en un sofá desvencijado, Damián la observaba desde sus vidriosos ojos que parecían atravesar el primer plano. En un momento dado Leonela abrió la puerta, permitiendo el ingreso de un helado viento ornado con motas de nieve que, a tras luz, daban un aspecto de lóbrega brillantez al recinto. Traspuso la mujer el umbral y desapareció de la vista del hombre apoltronado en el sillón, quien no efectuó movimiento alguno para impedir a Leonela el arrojarse al helado exterior. Damián estaba muerto. Había pagado su deuda al señor de las tinieblas, a cambio de que se trastoque su vida por la de su amada.

En tanto que afuera, sobre la nieve del campo y zigzagueando la arboleda, la figura femenina de un zombi caminaba sin rumbo, para perderse de a poco, en el enorme follaje de la eternidad...

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