miércoles, 19 de septiembre de 2007

LA PAZ

La Paz… Profundo reflejo de la frígida noche estrellada de la altipampa. La Hoyada de la inclemente puna; de habitantes y estantes que hormiguean en el nido del majestuoso Illimani; aquél imponente coloso de las tres puntas níveas; donde por detrás, los haces del rojo y naranja crepusculares, bañan casas y edificios erigidos en el más increíble maremágnum geográfico.

El aeropuerto de El Alto, enclavado en el mismísimo centro de una nueva ciudad caótica, desordenada y con un importante subdesarrollo social y cultural, es una de las más importantes terminales aéreas, en que desembarcan turistas de todas partes del mundo, dando así, una homogeneidad extraña en su raza; que de por sí, los naturales del país refugiados en esa zona, con el paso del tiempo, han hecho que sea palpable y real la diversidad de culturas del corazón territorial de la América del Sur.

Nunca ha existido mayor alborada visual de puntos brillantes, como aquel que puede disfrutar el ojo humano, desde los metálicos rodados que descienden la nueva vena que une La Ceja con la ciudad de La Paz, que durante la noche, parecen hundirse en lo más hondo de la magnificencia lumínica, creada por el azar de la maravilla eléctrica.

El paceño durante el día deambula, en el ir y venir de su andar, por sus vías colmadas de cientos de vehículos miniaturizados. Ciudadanos enfundados en rigurosos trajes, que no son otra cosaque una burda imitación de aquellos elegantes cortes europeos. Esos ternos, cuyas preferencias de ófricos tonos que tienden al riguroso luto, junto a su poca o ninguna prolijidad, son el símbolo decadente de lo que ellos puedan entender por “elegancia”, que definitivamente, se constituyen en un atentado a los glóbulos oculares de buen gusto del extraño. Es más, el simple hecho de ponérselos, implica recibir un mejor trato; especialmente en aquellas heladas oficinas fiscales o privadas de la urbe.

Las gigantes estructuras de hormigón, tienen un agradable aspecto arquitectónico, difícil de hallar en el resto de las capitales departamentales del país. Estos se encuentran diseminados en la descendente escalera de la ciudad abarrotada de comercio informal. Luengas extensiones de centros de abasto y ferias persas, donde a pesar que cada uno de ellos tienen su propia denominación, se confunden en una sola unidad, haciendo que sea muy difícil la diferenciación entre ellos. Un mercado callejero e interminable, un enjambre de mercaderías sin orden ni concierto alguno; el caos absurdo de un crecimiento irracional e irrefrenable. Mucho más complejo aún, cuando por razones incomprensibles, las calles de la metrópoli varían de nombre cada cinco o seis cuadras que sigue siendo la misma vía. Sólo el cerebro paceño puede desentrañar esa madeja enredada, creada por sus antecesores, de idéntica idiosincrasia.

A esa confusión de actividad diurna, se añade las protestas casi diarias de distintos sectores sociales, que muchas de las veces en su marcha, se encuentran dos y hasta más grupos en una misma bocacalle, que izando pancartas y burdos letreros con consignas populares de reivindicación sectorial, intentan entre vítores, petardos, fogatas y dañando el ornato público y privado, hacerse de la Plaza Murillo. El escenario histórico político; mudo testigo decientos de golpes de estado; de peleas desiguales con piedras y palos contra tóxicos gases policiales; de policías armados en contra de militares que empuñan también armas; de sangriento dolor; de absurda e innecesaria muerte.

La Paz, la ciudad donde lo que menos existe es Paz.

La única Paz es la Paz de aquellos que hoy descansan en silenciosos camposantos; que ingenuamente creyeron que con su inmolación, crearían un sistema nuevo de justicia social; la eterna utopía de los hombres y mujeres del Hoyo Altiplánico y en general, del habitante de la Bolivia multicultural y multilingüe…

La Paz, la ciudad de aquellos discordes que en concordia fundaron ciudad de Paz para perpetua memoria… La Gigante Babel de la Ironía…

AMIGOS

En este mundo, que por designio de Dios compartimos los hombres, existen dos clases de amigos:

Los primeros son aquellos a quienes sólo les interesa los momentos amenos que pueda brindar tu compañía; aquellos que ni diferencian la verdad de la mentira; aquellos para los que lealtad es lo mismo que complicidad; aquellos que tienen la enorme capacidad de diferenciar entre un antiguo amigo rico y un desconocido que hoy es pobre.

Los segundos, son aquellos que no permiten hundirte en tus propios fracasos; los que te atajan de caer cuando tropiezas y te levantan cuando caes; los que no encuentran la más mínima diferencia en el significado de amigo, hayas prosperado o hayas caído.

Amigos como los primeros los he tenido muchos y de variados y extraños valores. Pero como los segundos jamás los tuve. Y aunque a futuro no estoy seguro de tenerlos, la esperanza no la pierdo; para que de esta manera, mi propio concepto de amigo, no sólo sea una ilusión metafísica y se mantenga por siempre incólume y salvo.

LA DESCONOCIDA

Ese atractivo que irradiaba su juventud hace algún tiempo, alcanzaba hoy a esta altura de su madurez, ese pálido atardecer naranja que antecede a la cerrada oscuridad nocturna de la bóveda estrellada, anunciada por la tenue y melancólica luz de la luna.

Si bien toda esa belleza, incrustada en cada poro de su ayer lozano, había menguado sustancialmente, no lograba marchitar aún su escultural figura que, todas las mañanas, se paseaba los pasillos del hotel que circundaban el frontis de su habitación; con aquel felino andar que derrochan muchas mujeres; pero de sensual y conquistadora sonrisa como de ninguna.

Sentía que para esa diosa, vecina del cuarto adjunto, él no le era indiferente para nada. Lo notaba en su rasgada y azabache mirada cuando lo observaba de soslayo y en la obsequiosa sonrisa de perlados dientes, que asomaban níveos, detrás los carnosos rubíes de sus labios.

Fue una de esas tantas noches, estando ya recostado en el sopor de la vigilia, que el muchacho sintió el roce de un cuerpo entre sus blancas sábanas. El ardid invitador de dejar entreabierta la puerta, había dado el resultado apetecido.

Casi con timidez volteó sobre sí mismo y se topó con aquella complexión de negra cabellera. Echada al lado suyo estaba la fina piel de su amada… La amancebada desconocida.

Perforó con su vista la profundidad de los ojos de ella y pudo ver dentro, el instinto animal de la pasión que, inclusive, era mayor del que había imaginado. Entrelazó sus dedos en lo tupido de sus cabellos; pegó sus labios a la ensoñadora boca pecaminosa y, en sus fosas nasales, percibió el aroma exquisito de los vahos pulmonares que ella expulsaba entre ardientes suspiros femeninos.

De allí en más, la sedienta necesidad de su boca, recorrió el albor de su cuello largo y delgado; la cima de sus imponentes senos, coronados con aquellas prominencias marrones de fabulosos pezones que, a manera de tributo, ofrecían al joven amante su néctar divino que él, agradecido, bebía con ansia salvaje.

Distrajo su atención allí en las imponentes caderas de fuego. Los ósculos del inexperto pero aventajado amante depositaban, a través de la epidermis de la mujer, placenteras descargas eléctricas por todo el complicado ramaje nervioso de la hembra, bañando de sensualidad entre deliciosos gemidos, el ambiente del habitáculo cargado de lujuria e infinito placer.

En su lento descenso, la serpiente de su lengua se movía rastrera entre el matorral negro que cubría el montículo de Venus; alcanzando el nido de la quebrada húmeda; la ansiada meta final de su codicia.

Apartó a los lados el par de bien torneadas piernas, logrando el delicado acople soñado. Fueron eternos minutos en los que su cerebro se había desconectado del mundo, ya que solo pensaba en fundirse con su madura amante, en una unidad de imperecedera lascivia y de divino pecado; para depositar muy luego, en el interior de la ardiente gruta de placer, toda la magia de licuada vida.

La distensión muscular se hizo patente de a poco; más cuando se disipó la niebla de sus adormilados sentidos, se dio cuenta que, burlonamente, Morfeo tan sólo había sembrado en su calenturiento y adolescente cerebro, el dorado éxtasis de las dulces imágenes de fantasía y sublime quimera.

Pues del otro lado, detrás la pared de ladrillo y yeso en que apoyaba su cabecera, sintió que su amada vibraba entre el tálamo matrimonial y su dueño; el verdadero propietario de ese cuerpo… El fofo y calvo marido. Mientras la entreabierta puerta de su habitación lo observaba mustia, en la misma posición en la cual la había dejado esa noche, momentos antes de acostarse.

MACABRA IRONÍA

Las manecillas señalaban la media noche en el reloj de pulsera… El etílico brebaje había hecho ya su labor en mi cabeza. La taberna iluminada por tenue luz, parecía oscurecerse aún más con la niebla saturada de los baratos cigarrillos; un aire irrespirable me había obligado a huir de allí. Afuera, me recibió con apetito despiadado, el silencio de la oscuridad de las calles que daban la impresión que, fuera de mi ebrio espíritu, más nadie estaba despierto.

El soplo frígido de la brisa que descendía desde la puna cordillerana, congelaba el aliento. Las venas inflamadas por el alcohol, luchaban estoicamente contra la inclemencia del invierno. El camino de retorno era un total misterio… La ciudad entera, para el torbellino de mi cerebro, era un total misterio… Infinita soledad de mi alma en un pueblo de millones de almas… Silencio de Morfeo y Paz Sacra de helada tumba.

Decidí internarme en el lecho asfáltico de una vía lúgubre; era el afluyente que desembocaba a una oscuridad aún mucho más tétrica que la negrura de un camposanto. ¿A quién le importaba? Era la hora en que se levanta la perversidad y el miedo valiente enfrenta a la muerte, con el instinto de la bestia que busca su ión contrario… ¡La hembra! El eterno fruto pecaminoso de la vil huerta del placer callejero.

Entre la densa penumbra de la callejuela, recostada en el umbral de una puerta raída por el tiempo, destacaba la silueta inconfundible de una fémina alta y delgada, vestida con minifalda inverosímilmente pequeñaque, si bien cubría por muy poco su belleza de diosa griega, no protegía ni en lo más mínimo, el hálito de la frigidez del clima; lo cual parecía importarle muy poco.

Cuando llegué junto a ella, un rayo de luz que de algún modo se filtraba sobre su morena faz, me permitió ver un par de ojos enormes y azabaches como su cabello. Las candentes cenizas rojas de su boca, eran el oasis que presagiaban que muy luego debería saciar allí, toda la sed del desierto de mi pasión enfermiza. En el fondo de sus pupilas se adivinaba todo el desprecio que sentía por mí o, a lo mejor, era el infinito dolor de lo que hacía todas las noches, en el mismo lugar y a la misma hora. Su cuello de albo perla se levantaba imponente y orgulloso por encima de sus desnudos hombros, en cuyo derredor una cadenilla de color plata de baja calidad, sostenía una baratija de refulgente cristal.

Los montículos prominentes de sus perfectos senos, parecían estar en posición incómoda dentro una pequeñísima tela de seda fina, que apenas alcanzaba a cubrirlos. El talle de su cintura era de tal manera tan estrecha, que me preguntaba cómo era posible que allí pudiesen caber sus femeninos órganos internos. El corazón casi perfecto de sus caderas, era el fogón del averno, en que los instintos desean ser calcinados hasta sus cenizas. Finalmente, la dulce visión de sus muslos, concluían en un par de piernas exquisitamente torneadas, talladas con el más refinado gusto del escultor de la madre natura.

Tenía que satisfacer al tacto el sublime gusto de mancillar con la mano esa piel. Más cuando apenas hube palpado su desnuda cintura, la adrenalina de auto conservación, me clavó mil alfileres de pánico a lo largo del espinazo. La sangre se agolpó desesperadamente en el cerebro, erizando mis cabellos hasta sus puntas. Si lo supe o simplemente lo adiviné de pronto, es algo que no recuerdo… Los leucocitos de la hembra estaban infectos con el virus maldito. Y mientras reculaba dando un paso atrás, escuche desde las cuevas más profundas del amo y señor de las tinieblas, lo que parecía ser una risa infrahumana… ¡La carcajada burlona de la mismísima muerte!