viernes, 14 de marzo de 2008

UNA HISTORIA MUY CLÁSICA

Entre el amargo placer y la dulce agonía
el corazón se me dividió en dos mitades,
la razón nadó en el mar de dos verdades
y dos estrellas fueron la luz del alma mía

Para ser franco, la noche de inicio de fin de semana que se aproximaba, no me atraía en absoluto. Todo me resultaba extraño. Un dolor profundo en el alma, causado talvez por el cargo de conciencia, me impedía perderme en la distracción a la cual me había acostumbrado ya hace muchos meses.

Miré a ocultas el áureo y refulgente anillo fuera de mi dedo… El aro parecía desvanecerse y en su lugar aparecía la imagen de un rostro que me miraba con reproche.

¿Qué haría en este momento mi cónyuge? ¿Cuáles serían sus más escabrosos y ocultos pensamientos? Ella sabía perfectamente que hoy, me encontrase donde fuere, el perfume de otra fémina me envolvía con su etéreo aroma. ¿Acaso es posible amar dos almas?

Pasaron las horas entre abrazos, cadencia, besos y baile, sin siquiera haberlo percibido; mi pensamiento estaba más lejos de lo que mi pareja podía suponer. La orquesta había concluido por esta noche… El desgranar de notas en el lóbrego tugurio, formaba ahora parte de la música del silencio.

Me consumí en el fuego del placer entre las sábanas de un hotel barato y retorné a casa cuando todas las luces estaban apagadas. Más, encontré allí a alguien que no dormía, quien con los ojos cerrados, fingía el hacerlo…

Amar la madurez y por otro la lozanía,
será como sobrevivir a dos tempestades;
vil enfermedad es tomar dos voluntades,
la fiebre primero quema, luego nos enfría


Definitivamente estaba condenado a la piel joven de mi pecado. Qué difícil es pretender la posesión de dos joyas secretas. Una brilla más porque es más nueva; pero el valor de la otra no tiene precio.

Mi mundo, con el avance del reloj que no se detiene en el tiempo, me estaba consumiendo el ramaje nervioso. Muchas veces preguntaba al silencio de mi corazón, si en verdad era feliz. Esta pregunta sería tan tonta como el hacérsela a un fugitivo. ¡Cómo envidiaba los barrotes de una cárcel que te privan de la libertad! No, mis barrotes eran mucho más inviolables, porque estaban construidos con el acero de mi conciencia. Mi cárcel era mi propio espíritu.

A pesar de amarlas, caí en profunda depresión. Mi ángel bueno inoculaba su veneno, mientras el malo trataba de curarme con las medicinas inútiles de la mentira. No se puede mentir al corazón. Pues todo ese calor que había vivido al lado de mi amante, hoy se estaba convirtiendo en hielo. A medida que llegaba el invierno a mi alma, ella se veía mucho más hermosa mientras más escarcha le caía encima.

La candente braza del fogón del Hades,
que bien sabiendo o aunque nada se sabía,
te incinera muy justa y con nada la evades

Y así es como conocí el infierno; pues, los muros del secreto parecían consumirse con el fuego del miedo y la irrealidad que vivía. No es que no me había percatado, ya lo veía venir cual gacela que, con el favor del viento, percibe el olor del cazador. Más nada me importaba, ellas eran el oasis en el terrible desierto donde saciaba la sed de mi lujuria.

Cierta ocasión, en mis desvaríos de descuidado galán, ambas joyas estuvieron a punto de que sus reflejos se cruzaran entre ellas. Pero la suerte todavía jugaba de local para mí; en la vía delgada del barrio donde me hallaba con una de ellas, la bendición de un callejón me abrió su puerta con la urgencia que solo puede brindar el azar. Crucé apurado su umbral y desvié el encontronazo, desembocando a la paralela calle del otro lado.

Estaba tentando demasiado a la suerte. Tarde o temprano debía de hacer algo para concluir esta persistente fuga, que se me estaba haciendo tan pesada, como la carga en las espaldas de una cansada mula. Los límites de la ratonera de la ciudad no resultaron tan suficientemente amplios como lo suponía. A eso debía añadirse los fantasmas de los conocidos, cuyas voraces lenguas, podían acabar abruptamente el idilio de mi falso y endeble paraíso.

El placer de jugar al engaño nunca varía,
la bóveda del secreto y de las intimidades
se abrirá, cual si experto ladrón la abriría


Y así pasó algo más de tiempo, hasta que cierta tarde, mientras el crepúsculo anunciaba la venida de la noche, en la puerta de mi hogar se presentó mi amante amiga.

- Hola mi amor, te seguí por varias horas el día de hoy, supiste guarecerte muy bien de mí y de tu esposa ¿Sabe ella lo nuestro?

Muchos segundos pasaron para que pueda asimilar la sorpresiva presencia. No dije nada, el cuestionamiento había entumecido mis reflejos, mi capacidad de habla y mi razonamiento, como un niño que no sabe qué decir, cuando le preguntan la razón de su travesura.

Con una mirada, mezclada de resentimiento y amor, pronunció la sentencia obligada, como justo castigo a mi condena.

- Sabía que no podía ser verdad. Agradezco a Dios por los instantes maravillosos que viví junto a ti, al menos mientras duró. Adiós amor mío, no termines de destruir lo bueno que todavía te queda.

No pronunció ninguna otra palabra y, girando sobre sus huellas, se alejó de mi triste existencia, sumiéndose en las sombras del eterno olvido.

Fue así, mientras paseaba la egolatría en el basural de mi propio engaño, que perdí para siempre una de mis más preciadas joyas.