martes, 16 de septiembre de 2008

LOS SUEÑOS DE MACARIO


Si bien era ya algo tarde, el astro rey todavía dejaba rastros de luz naranja en el lienzo azul, que se alzaba tras las crestas montañosas que circundaban el árido páramo. El viento que había arreciado durante la tarde, se aplacaba de a poco en una suave brisa gélida, congelando el aliento del pequeño caminante.

Luenga distancia había devorado las suelas de goma de sus viejas alpargatas. Macario estaba cansado, igual que muchos niños que diariamente asistían a la escuela que se hallaba en la capital de provincia, distante a 3 leguas de su cantón. El tiro del bolso en que transportaba sus cuadernos y lápices, dejaba marcas moradas en sus delgados hombros; pues daba la impresión, a esta altura, que dentro del bolso llevaba pesado plomo. Todas las mañanas Macario debía recorrer 6 horas de trajinar intenso entre ida y retorno, zigzagueando yareta, paja brava y agudas piedras, para superarse en el campo de su educación primaria.

En los múltiples pensamientos, que eran la única compañía de su andar, imaginaba que en cuanto alcance su juventud y madurez, se convertiría en chofer de camión. Y él sería un transportista de larga distancia, que ayudaría a todos los niños, llevándolos a la escuela en su cabina. Pues sus ojos tristes que muchas veces se llenaron de salado líquido, observaban que los camioneros pasaban raudos, sin preocuparse de las necesidades de los niños que, recibieron como gracia del azar, el haber nacido en un lugar remoto y perdido entre montañas, frío y terrible congoja.

Sí, él habría de crecer y no sería tan ajeno a las necesidades de su gente, a la hora en que estos tengan que acudir al centro educativo más cercano, que precisamente, muchas de las veces, les resultaba demasiado lejano.

Al fin Macario llegó al umbral de su casita de adobe y techo de paja. Abrió la puerta con la ansiedad de saber que dentro, su madre pondría delante de él, sobre la destartalada mesa, un plato caliente de sopa. Traía un hambre tal, que cualquier cosa que lograra la madre conseguir para echar en la olla, le sabría como el mejor manjar. El hambre tiene eso de maravilloso, convierte hasta la peor y más desabrida de las comidas, en una exquisitez única; el hambre es el condimento más poderoso, especialmente si se tuvo la mala suerte de nacer pobre y encima tan separado de los centros urbanos.

Abrió la destartalada puerta de la casa; una ola gris oscura de humo escapó de allí dentro, para disolverse en el aire exterior. Dentro de estas precarias viviendas, dormitorio, comedor y cocina se conjugan en una sola unidad, donde la numerosa familia comparte su existencia, de acuerdo a las necesidades y horarios, ya sea para comer o dormir.

— ¡Macario! Ayúdame a llevar los platos a la mesa—. Gritó la madre, atareada en servir la cena.

Macario dispuso la comida para la familia en el silencio más absoluto. Ni un saludo se intercambió entre ellos, ni siquiera un beso apurado. Nada…

Una vez dieron fin a la sopa, las hijas ayudaron a la madre poniendo en orden los platos de barro y las cucharas desgastadas por la lima del tiempo. Arrinconaron la mesa en una esquina y se prepararon para el descanso. Mañana sería otro día de arduo trabajo. Macario debía ayudar a su padre, regando el sembradío de papa que se alzaba en sesgo, sobre el cerro en que se hallaba asentada su morada. Puesto que los sábados no asistía a la escuela.

Los hermanos mayores debían hacerse cargo de pastar las ovejas y llamas, que eran el principal sustento, ya sea para venderlos obteniendo algún dinero y, con suerte, alguna vez carnear alguno de ellos para el consumo de la familia. Cosa que se daba muy extraordinariamente. Su alimentación no contemplaba carne de manera diaria.

Para Macario, la vida era sin sentido; la monotonía exasperaba su espíritu de halcón reprimido, que muchas veces deseaba elevarse a las alturas y conocer el mundo que se extendía más allá de la aridez del altiplano; más allá de las montañas; más allá de los valles; quizás llegar al mar que tan sólo conocía en fotografías.

Y estos sueños de pequeñuelo rebelde, estos sueños de evadirse de la realidad en que vivía, eran los sueños de miles de campesinos. Sueños… tan únicamente sueños que muy pocos lograban cumplirlos.

Esa mañana de Sábado y de sol esplendoroso, Macario respiró hondo levantado la vista a los cielos… Él lograría cumplir sus sueños… Él conseguiría, aunque sea un sólo gramo de alas, para elevarse a las alturas y desde allí, divisar un mejor horizonte. En el mundo tendría que existir una mejor vida para él. Sí, cuando creciera, él sería camionero… Él circularía por las carreteras para convertirse en un turista de su propia patria, ayudar a los niños a llegar a su alejada escuela y, con algo de suerte, atravesar las fronteras y alcanzar el mar…

— ¡Macario…!—, gritó el padre desde el rincón más alejado del sembradío. — ¡Abre la acequia chiquillo de porra! ¡Deja de perder el tiempo y de andar en la luna!

Macario tendría que seguir soñando todavía, pues por lo pronto debía hacerse cargo de su realidad, en un país de ingentes riquezas naturales; pero, lastimosamente, infecto de asquerosas alimañas sin entrañas, que se revuelcan eternamente en el pestilente y contaminado lodo político.


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