viernes, 16 de mayo de 2008

EXISTEN AMORES MUERTOS

El fantasma de mi ayer tocó a la puerta. La luna ya había extendido la mortaja de diademas de argento brillo en lo alto de la bóveda del oscuro cielo.

-Hola, a pasado mucho tiempo –saludó la difunta que yo había ya enterrado en las cavernas más profundas del olvido. Nada dije, porque en realidad a mí me cuesta muchísimo el tener que entablar un diálogo con los cadáveres…

-Fui una tonta –sentenció con entrecortada voz, mientras de sus ojos turbios emanaba una gota de lágrima que, lentamente, resbalaba sobre su marchita faz, donde otrora, deposité cientos de besos enamorados.

Quedé perplejo ante ese zombie adolorido, cuyo orgullo, hoy no era otra cosa que las cadenas que arrastraba dentro de la celda de su fracaso. El corazón mío latía con la monotonía de un reloj que tiene mucha cuerda y a quien poco le interesa para quién marca la hora. Pensé dentro mío que me estaba haciendo viejo o, talvez, sería que la sensibilidad ante la resucitada, todavía permanecía muda e inconmovible, en el sepulcro donde una vez la hube depositado con dolor y lágrimas, teniendo como sola compañía, al cortejo fúnebre de mi soledad.

-Perdóname. –dijo ella con la tristeza de un cordero que va en pos de su propio sacrificio y, tras una breve pausa, al ver que no me sacaba palabra, continuó su letanía. –No supe valorarte; yo siempre te amé y sé que es tarde; pero por favor no me culpes por mi intento de acercarme a ti.

¿Cómo hablar con los muertos? ¿Qué decirles? Acudí al médium de mi valor y ataqué con decisión, que no precisamente tenía como arma a la espada de la ira, sino al terrible miedo de condenarme junto con ella.

-¡Va de retro alma en pena! ¡Retorna sobre la condena de tus pasos a la covacha de tu extinta e insepulta vida! Puesto que disculpas tardías de los muertos, no son sino el tenue ruido del roer de gusanos en la frigidez del osario. En mi existencia estás inhumada, desde el día aquel en que sembraste espinas en el árido huerto de mi alma. Seco y estéril se halla el sentimiento de mi corazón. Tú te ocupaste de regarlo con la lluvia ácida de tu indiferencia.

A lo largo de la lóbrega calle, el silenció nos envolvió con su bruma espesa de incomodidad, sellando con inmaterial mordaza nuestros labios; nada más se dijo… La muerta me obsequió una última mirada e inició su marcha hacia la esquina, para desaparecer muy luego, en el túnel infinito de la eternidad; al menos eso era lo que yo deseaba en lo más profundo de mi espíritu.

Del fondo de mi hogar, la dulce voz de mi hija me informaba, a través de un desentonado grito, que la cena estaba servida sobre la mesa. En tanto, me retorcía los sesos pensando que, a lo mejor, también era yo un muerto que había cambiado el universo de mi libertad, por el féretro del matrimonio.

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