miércoles, 19 de septiembre de 2007

MACABRA IRONÍA

Las manecillas señalaban la media noche en el reloj de pulsera… El etílico brebaje había hecho ya su labor en mi cabeza. La taberna iluminada por tenue luz, parecía oscurecerse aún más con la niebla saturada de los baratos cigarrillos; un aire irrespirable me había obligado a huir de allí. Afuera, me recibió con apetito despiadado, el silencio de la oscuridad de las calles que daban la impresión que, fuera de mi ebrio espíritu, más nadie estaba despierto.

El soplo frígido de la brisa que descendía desde la puna cordillerana, congelaba el aliento. Las venas inflamadas por el alcohol, luchaban estoicamente contra la inclemencia del invierno. El camino de retorno era un total misterio… La ciudad entera, para el torbellino de mi cerebro, era un total misterio… Infinita soledad de mi alma en un pueblo de millones de almas… Silencio de Morfeo y Paz Sacra de helada tumba.

Decidí internarme en el lecho asfáltico de una vía lúgubre; era el afluyente que desembocaba a una oscuridad aún mucho más tétrica que la negrura de un camposanto. ¿A quién le importaba? Era la hora en que se levanta la perversidad y el miedo valiente enfrenta a la muerte, con el instinto de la bestia que busca su ión contrario… ¡La hembra! El eterno fruto pecaminoso de la vil huerta del placer callejero.

Entre la densa penumbra de la callejuela, recostada en el umbral de una puerta raída por el tiempo, destacaba la silueta inconfundible de una fémina alta y delgada, vestida con minifalda inverosímilmente pequeñaque, si bien cubría por muy poco su belleza de diosa griega, no protegía ni en lo más mínimo, el hálito de la frigidez del clima; lo cual parecía importarle muy poco.

Cuando llegué junto a ella, un rayo de luz que de algún modo se filtraba sobre su morena faz, me permitió ver un par de ojos enormes y azabaches como su cabello. Las candentes cenizas rojas de su boca, eran el oasis que presagiaban que muy luego debería saciar allí, toda la sed del desierto de mi pasión enfermiza. En el fondo de sus pupilas se adivinaba todo el desprecio que sentía por mí o, a lo mejor, era el infinito dolor de lo que hacía todas las noches, en el mismo lugar y a la misma hora. Su cuello de albo perla se levantaba imponente y orgulloso por encima de sus desnudos hombros, en cuyo derredor una cadenilla de color plata de baja calidad, sostenía una baratija de refulgente cristal.

Los montículos prominentes de sus perfectos senos, parecían estar en posición incómoda dentro una pequeñísima tela de seda fina, que apenas alcanzaba a cubrirlos. El talle de su cintura era de tal manera tan estrecha, que me preguntaba cómo era posible que allí pudiesen caber sus femeninos órganos internos. El corazón casi perfecto de sus caderas, era el fogón del averno, en que los instintos desean ser calcinados hasta sus cenizas. Finalmente, la dulce visión de sus muslos, concluían en un par de piernas exquisitamente torneadas, talladas con el más refinado gusto del escultor de la madre natura.

Tenía que satisfacer al tacto el sublime gusto de mancillar con la mano esa piel. Más cuando apenas hube palpado su desnuda cintura, la adrenalina de auto conservación, me clavó mil alfileres de pánico a lo largo del espinazo. La sangre se agolpó desesperadamente en el cerebro, erizando mis cabellos hasta sus puntas. Si lo supe o simplemente lo adiviné de pronto, es algo que no recuerdo… Los leucocitos de la hembra estaban infectos con el virus maldito. Y mientras reculaba dando un paso atrás, escuche desde las cuevas más profundas del amo y señor de las tinieblas, lo que parecía ser una risa infrahumana… ¡La carcajada burlona de la mismísima muerte!

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