miércoles, 19 de septiembre de 2007

LA DESCONOCIDA

Ese atractivo que irradiaba su juventud hace algún tiempo, alcanzaba hoy a esta altura de su madurez, ese pálido atardecer naranja que antecede a la cerrada oscuridad nocturna de la bóveda estrellada, anunciada por la tenue y melancólica luz de la luna.

Si bien toda esa belleza, incrustada en cada poro de su ayer lozano, había menguado sustancialmente, no lograba marchitar aún su escultural figura que, todas las mañanas, se paseaba los pasillos del hotel que circundaban el frontis de su habitación; con aquel felino andar que derrochan muchas mujeres; pero de sensual y conquistadora sonrisa como de ninguna.

Sentía que para esa diosa, vecina del cuarto adjunto, él no le era indiferente para nada. Lo notaba en su rasgada y azabache mirada cuando lo observaba de soslayo y en la obsequiosa sonrisa de perlados dientes, que asomaban níveos, detrás los carnosos rubíes de sus labios.

Fue una de esas tantas noches, estando ya recostado en el sopor de la vigilia, que el muchacho sintió el roce de un cuerpo entre sus blancas sábanas. El ardid invitador de dejar entreabierta la puerta, había dado el resultado apetecido.

Casi con timidez volteó sobre sí mismo y se topó con aquella complexión de negra cabellera. Echada al lado suyo estaba la fina piel de su amada… La amancebada desconocida.

Perforó con su vista la profundidad de los ojos de ella y pudo ver dentro, el instinto animal de la pasión que, inclusive, era mayor del que había imaginado. Entrelazó sus dedos en lo tupido de sus cabellos; pegó sus labios a la ensoñadora boca pecaminosa y, en sus fosas nasales, percibió el aroma exquisito de los vahos pulmonares que ella expulsaba entre ardientes suspiros femeninos.

De allí en más, la sedienta necesidad de su boca, recorrió el albor de su cuello largo y delgado; la cima de sus imponentes senos, coronados con aquellas prominencias marrones de fabulosos pezones que, a manera de tributo, ofrecían al joven amante su néctar divino que él, agradecido, bebía con ansia salvaje.

Distrajo su atención allí en las imponentes caderas de fuego. Los ósculos del inexperto pero aventajado amante depositaban, a través de la epidermis de la mujer, placenteras descargas eléctricas por todo el complicado ramaje nervioso de la hembra, bañando de sensualidad entre deliciosos gemidos, el ambiente del habitáculo cargado de lujuria e infinito placer.

En su lento descenso, la serpiente de su lengua se movía rastrera entre el matorral negro que cubría el montículo de Venus; alcanzando el nido de la quebrada húmeda; la ansiada meta final de su codicia.

Apartó a los lados el par de bien torneadas piernas, logrando el delicado acople soñado. Fueron eternos minutos en los que su cerebro se había desconectado del mundo, ya que solo pensaba en fundirse con su madura amante, en una unidad de imperecedera lascivia y de divino pecado; para depositar muy luego, en el interior de la ardiente gruta de placer, toda la magia de licuada vida.

La distensión muscular se hizo patente de a poco; más cuando se disipó la niebla de sus adormilados sentidos, se dio cuenta que, burlonamente, Morfeo tan sólo había sembrado en su calenturiento y adolescente cerebro, el dorado éxtasis de las dulces imágenes de fantasía y sublime quimera.

Pues del otro lado, detrás la pared de ladrillo y yeso en que apoyaba su cabecera, sintió que su amada vibraba entre el tálamo matrimonial y su dueño; el verdadero propietario de ese cuerpo… El fofo y calvo marido. Mientras la entreabierta puerta de su habitación lo observaba mustia, en la misma posición en la cual la había dejado esa noche, momentos antes de acostarse.

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